RODRÍGUEZ ZAPATERO PROMOTOR DEL FEMINISMO PARAPOLICIAL
Hasta una de las vacas sagradas del feminismo europeo lo ha afirmado: ese concepto de defensa de la mujer aireado a machamartillo es más un factor de distración que otra cosa. Ha caído en mis manos una entrevista, relativamente antigua, aparecida en la página web de la fundación Género y Sociedad, realizada a Elisabeth Badinter, una de las vacas sagradas del feminismo europeo, con motivo de la edición en español de su libro Por mal camino (Alianza Editorial, 2004).
La entrevista procede del original en francés realizado por Jacqueline Remy y publicado en L´Express (24.4.2003) y en la revista Página Abierta (Nº 140, septiembre de 2003). Su crítica hacia el "lobby" feminista ha desenterrado el hacha de guerra de sus antiguas colegas, algunas de las cuales, por ejemplo Élaine Audet, afirman cosas como que el libro de Badinter "se inscribe en la corriente antifeminista actual y en la tendencia masculinista conservadora, revanchista, misógina y homófoba que encuentra una aliada natural en su autora". Algunas no dudan en clasificar a Badinter dentro de una nueva categoría –con aires de anatema metafísico propio de la afortunadamente extinta URSS- denominada "neomachismo".
Y es que para Badinter, "sin duda alguna, cuando las feministas se movilizan en ayuda de las víctimas de la violencia objetiva, están haciendo lo que deben. Sin embargo, cuando extienden el concepto de violencia masculina a todo y a cualquier cosa, cuando trazan un ´continuum´ de la violencia que va desde la violación al acoso verbal, moral, visual…, pasando por la pornografía y la prostitución, entonces cualquier mujer un poco paranoica puede declararse víctima –real o potencial– de los hombres en general. Es alucinante observar cómo en el momento en el que las mujeres están a punto de lograr una revolución enorme, el discurso feminista actúa como si se tratase de falsos avances, como si no hubiera ninguna diferencia entre las condiciones femeninas hoy, ayer y en cualquier lugar del mundo. Se está poniendo globalmente en cuestión a la otra parte de la humanidad –´todos los hombres son unos cabrones´–. Es un intento de instaurar la separación de sexos".
Recordemos que Badinter responde a su entrevistadora en 2003, mucho antes de que en España fuera aprobada la orwelliana "Ley de paridad", que garantiza una "discriminación positiva" totalmente en línea con la instaurada en EEUU por motivos allí "raciales". Pese a ello, la autora afirma: "Yo me sublevo contra las representaciones generalizadoras: ´todas víctimas´, que remite a ´todos verdugos´. Es verdad que hay muchas más mujeres que son víctimas de los hombres que al revés. Pero también hay verdugos-mujeres y arpías de todo género. En uno y otro caso son minorías que competen a la patología social o psicológica, y no a la realidad de los dos sexos" y añade "para unas, minoritarias, el hombre es el enemigo, con el que no se puede negociar. Para las otras, se trata de aparentar que se negocia, pero imponiéndoles (a los hombres) la ley. Por fin, para otras, entre las que me cuento, el objetivo de la igualdad entre los sexos debe perseguirse con el concurso de los hombres. Se trata de hacerles ser conscientes de una situación injustificable moralmente que exige un cambio por su parte. El proceso es largo, porque implica una evolución de la mentalidad masculina, pero es el único posible. Sin esto, estamos ante la guerra de sexos que nadie quiere. El hombre no es un enemigo a batir".
Las palabras de Badinter, aunque a veces discutibles, parecen señalar, en primer lugar, que existe una "nomenclatura" feminista, constituida en "lobby" de poder, que amenaza con convertir al hombre en el excluido del siglo XXI por excelencia. Badinter barrunta lo que de dogmático tiene el feminismo actual pero no da el paso decisivo hasta la denuncia de ese feminismo como constituyente esencial de la dictadura de lo "políticamente correcto", junto con el "antirracismo", como sucedáneo de la cohesión social, con la "igualdad", como dogma e idea fuerza de cualquier modelo de organización social, y el "progresismo" como mito polarizador de cualquier dinámica colectiva "emancipatoria". La apabullante e incuestionada hegemonía social de estas fuerzas, contrapesadas por la supuesta amenaza de un neoliberalismo teóricamente de signo contrario, garantiza el "status quo" que el Nuevo Orden Mundial, gestionado por el mercado, necesita y permite a fin de que todo juego de fuerzas sociales se mueva siempre entre opciones que dejan intacto lo esencial del sistema. Por eso, no es de extrañar que el feminismo actual se haya convertido en una guardia pretoriana más del poder, dispuesta a sofocar cualquier foco de heterodoxia: siempre habrá un foco de "machismo" al que perseguir.
En España tenemos un buen ejemplo en la campaña desatada contra la juez decana de Barcelona, María Sanahuja, que en abril de 2004 advirtió del cariz neosoviético y orwelliano de la reforma del Código Penal, perpetrada por el Ejecutivo de Zapatero. Por entonces contrastaba bastante la agresividad de las críticas feministas a una mera exposición de hechos, como los explicados brillantemente por Sanahuja, con la tolerancia de esas mismas feministas al nombramiento de ministras intelectualmente limitadas y catastróficas en la práctica, que al amparo de los dogmas del sempiterno feminismo, han desacreditado más a las mujeres en política que la más mefistofélica de las campañas propagandísticas del machismo.
Badinter se asombra de que, pese a ciertos avances parciales en cuestiones moralmente injustas que nadie niega, existan retrocesos difícilmente explicables: "por primera vez desde los años sesenta, la diferencia de salarios entre hombres y mujeres se incrementase ligeramente el año pasado; que el número de madres con dos o tres hijos que trabajan haya retrocedido; que el trabajo a tiempo parcial sea una cuestión de mujeres; que la lactancia materna se haya convertido más en un deber que en una elección; que el mito del instinto maternal haya tomado nuevo vigor. La dura crisis económica de los años noventa no ha pasado en balde".
Por supuesto, Badinter sigue afirmando el dogma número uno de la ideología feminista: aquel según el cual, partiendo de una "bisexualidad psíquica" en los humanos que es "evidente", cada uno se "inclina a desempeñar tal papel más bien que tal otro (masculino o femenino)", por decisión personal y no por "dictados sociales". Esta superchería –la idea de que la naturaleza humana es inexistente y de que las personas son maleables a voluntad- es la que ha permitido a la dictadura del mercado, sobre todo en los países occidentales supuestamente "emancipados", diseñar una mujer a su medida, capaz de integrarse en una familia también construida a la medida que el mercado necesita. Una familia con, a lo sumo, uno o dos hijos para mitigar la pulsión humana hacia la procreación, pero dispuesta, como su pareja, a trabajar doce horas al día por un salario cada vez más miserable. El feminismo aquí cumple una labor de distracción, buscando una victoria que nunca llega en la lucha secular contra el mal por excelencia, encarnado en "la ideología patriarcal"; un "ideología" que parece resurgir por toda la eternidad de las cenizas y que exige una actitud de vigilancia feminista quasi-policial.
Mientras tanto las nuevas estructuras de dominio siguen construyendo su tela de araña para la esclavitud futura. Y es que en la época de la libertad parece como si cada vez tuviéramos menos tiempo y menos recursos para una vida propia, más humana.
Por todo ello, cierto feminismo es sin duda, ahora más que nunca, una nueva y subrepticia forma de opresión.
Eduardo Arroyo.
COSCORRÓN AL TRIBUNAL CONSTITUZIONALE
EI feminismo o el ecologismo occidentales tienen unas raíces históricas muy claras. El segundo señalando el riesgo -bien cierto- de acabar con el planeta a cambio de un crecimiento económico tan apresurado como depredador. El feminismo tradicional, por su parte, ha denunciado con rigor y razón la subordinación y el sometimiento de las mujeres por parte de sus pares masculinos a lo largo de los siglos. Muy justas denuncias en pos de un planeta sostenible y de una convivencia entre varones y mujeres más igualitaria y más razonable. Pero ni el feminismo de hace un siglo (ni el de hace veinticinco años) ni el ecologismo en fechas pasadas eran lo mismo que son ahora. ¿Qué ha cambiado? Que antes denunciaban y exponían razones y ahora, incrustados en el Estado, mandan y ordenan.
Si hoy preguntáramos a los ciudadanos españoles quién ostenta la más alta representación del feminismo en España, la mayoría señalaría con el dedo a María Teresa Fernández de la Vega y sólo una minoría muy cualificada y estadísticamente ínfima se acordaría, por ejemplo, de Celia Amorós. Si hiciéramos lo mismo respecto a los ecologistas, muy pocos ciudadanos se acordarían del presidente de -por ejemplo- Ecologistas en Acción y la inmensa mayoría señalaría a Cristina Narbona (o a quien la haya sustituido en esas labores).
Lo que yo me pregunto, a estas alturas, es si esas utopías parciales con fuerte perfume moralizante son compatibles con los principios ideológicos en los que se ha sustentado la izquierda desde su nacimiento. Esas ideas que, como críticas y denuncias, han sido justas y necesarias,¿son viables económicamente y políticamente? Y, lo que es más relevante, la puesta en práctica de esas ideas, ¿es compatible con las bases en que se asienta la democracia?
En el feminismo español se perciben, aquí y ahora, al menos dos facciones -no necesariamente incompatibles y, a menudo, complementarias-: de un lado, la fundamentalista, cuyos principios ideológicos parten de un axioma según el cual los hombres constituyen un grupo opresor. Al igual que para Marx el capitalista, cualquiera que fuera su actitud personal respecto a sus obreros, era un explotador, en una traslación abusiva, este nuevo feminismo considera que todo hombre es per se un opresor, sea cual sea su actitud personal respecto a mujeres concretas. Por otro lado, existe otra facción de tipo lobby (nombre del que se ha dotado su más activa organización, el Lobby Europeo de Mujeres) que, como cualquier lobby, trabaja pro domo sua y, dado que sus componentes se dedican profesionalmente a la política, buscan -y encuentran- privilegios para ellas. De ahí, y sólo de ahí, se deriva la paridad, pero vayamos al fundamental ismo.
En el antiguo régimen, los delitos cometidos por el pueblo llano se castigaban con más severidad de la que eran castigados esos mismos delitos cuando eran cometidos por un miembro de la nobleza. Ningún demócrata defendería hoy semejante discriminación y condenaría esa práctica que conculca el principio de igualdad ante la ley: el artículo 1 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 agosto de 1789 ("La Ley debe ser igual para todos, tanto cuando proteja como cuando castigue"), principio éste recogido en el artículo 14 de nuestra Constitución.
Pues bien, más de dos siglos después de la Revolución Francesa y a treinta años de aprobarse la Constitución Española, el artículo 153.1 del Código Penal de una democracia que dice ser avanzada —la española—, prescribe penas distintas según que el delito (malos tratos) lo corneta un hombre o lo corneta una mujer.
Este cambio en el Código Penal es casi irrelevante cuantitativamente (prisión de seis meses a un año si el agresor es un varón y de tres meses a un año si la agresora es mujer), pero resulta trascendente en el campo de los principios jurídicos.
Cuando este cambio se planteó en las Cortes a propósito de la Ley Integral contra la Violencia de género (Ley Orgánica 1/2004), pregunté a muchos diputados (entre ellos al ministro ponente, el de Trabajo) de dónde había salido tamaña desmesura con la que casi nadie estaba de acuerdo y de cuya redacción no se tenía ningún antecedente foráneo, tampoco la muy comentada ley sueca. Tras aquellas consultas, me quedó claro que la fuente de donde manaba ese agua tan cristalina la constituía un pequeño y aguerrido grupo de feministas radicales que habían encandilado con sus rompedoras ideas al presidente del Gobierno. La ausencia de debate interno respecto a las verdades reveladas por el jefe hizo el resto y la ley se aprobó, incluyendo esa enmienda al Código Penal.
¿Por qué tanto empecinamiento por parte de estas feministas radicales? Ya lo he señalado: para ellas los varones (el conjunto de los varones) constituyen un grupo opresor y al conseguir colar esta discriminación en el Código Penal alcanzaban el objetivo de que tal pretensión ideológica quedara grabada a fuego en las leyes democráticas.
Esta innovación del Código Penal no fue recurrida por el PP ante el Tribunal Constitucional (TC), pero sí lo hizo una jueza de Murcia (Juzgado de lo Penal número 4). El contencioso acaba ahora de sustanciarse mediante una sentencia que, a mi juicio, echa sobre el TC la última paletada —por ahora— de desprestigio a causa de su impresentable politización y sectarismo.
En efecto, la sentencia del TC del 14-V-2008 —de la que fue ponente Pascual Sala— desestima el recurso, entre otras razones, porque el "autor del delito inserta su conducta en una pauta cultural generadora de gravísimos daños a sus víctimas y dota así a su acción de una violencia mucho mayor que la que su acto objetivamente expresa".
¿Qué entenderá el ponente, Pascual Sala, por cultura? —me pregunto—. Pero vayamos a lo mollar. Lo que la sentencia llama "una pauta cultural" (que dota a la acción de una violencia mayor) para designar la actitud de los varones sólo se puede interpretar de la siguiente manera: lo quieran o no, los hombres están sujetos a "una pauta cultural" que les supera como individuos, es decir, los varones forman parte de un grupo opresor, que es lo que las fundamentalistas del nuevo feminismo querían demostrar.
Es ésta, además, una sentencia de las llamadas interpretativas (como la que nos espera, tal como están las cosas, a propósito del Estatuto catalán) y de poco ha valido —y valdrá— que tanto el recurso de la jueza de Murcia como los votos particulares, contrarios a la sentencia, de los magistrados Javier Delgado, Ramón Rodríguez Arribas y Jorge Rodríguez-Zapata, estén mucho más fundados y, sobre todo, estén más claros que la farragosa y confusa sentencia dictada —lo diré de una vez— en defensa del Gobierno, único avalista político de esta ocurrente novedad penal.
Una vez más (y van... ), el TC quedó dividido, en torno a esta sentencia, entre progresistas, que votaron a favor de ella, y conservadores, y entre éstos los firmantes de los votos particulares. Y según esta ley del embudo, quienes nos negamos a admitir que los varones somos un grupo opresor nos tocará ser tachados de conservadores. Aparte, claro está, de ser motejados de machistas irredentos.
No creo que sea necesario insistir en esa voluntad de saltar la banca, de romper reglas democráticas que muestra por doquier el feminismo fundamentalista. Al fin y al cabo —dirán ellas— entre los redactores de la Declaración de los Derechos del Hombre —¡y de la mujer qué!— o los de la Declaración de Derechos de Virginia no había mujeres.
Joaquín Leguina Herrán, diputado del PSOE.
DEMOCRAZIA DI MERDA POR JOAQUÍN LEGUINA
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