De la prescripción de la corrupción, de Eduardo de Urbano Castrillo en El Mundo
Se puede ser corrupto si el asunto prescribe. Ese es el tremendo mensaje que se ha instalado en la sociedad ante la ola de corrupción que nos azota. Además, se trata de un fenómeno cuya depuración va para largo, fundamentalmente por dos razones: la cantidad acumulada en los últimos años y la legislación poco ágil de que disponemos. Y, por si fuera poco, sobre este panorama aletea un pájaro siniestro dispuesto a aparecer cuando menos se le espera: la prescripción. Que además -no falla- siempre surge, en los denominados casos de imputados excelentes: los Albertos, Fabra (aunque el Tribunal Supremo en su sentencia de 21-11-2011 lo desprescribió), el padre de Artur Mas (fallecido hace poco), Berlusconi, Garzón…y los por venir.
Bueno, ¿pero qué es exactamente la prescripción?, ¿en qué se basa?, ¿por qué se produce? ¿cuáles son sus plazos? Y por otro lado, ¿no se podría suprimir o al menos reformar?
La prescripción es una institución jurídica que impide la exigencia de responsabilidad penal, en base al transcurso del tiempo, por entender que ello lo hace ya innecesario. Se dan razones muy distintas para fundar tan graves efectos: que el paso del tiempo borra las pruebas o las dificulta tremendamente, que la paz jurídica se autorestablece al cabo de un cierto periodo de tiempo, que desaparece la necesidad de resocialización del presunto delincuente, etcétera.
Por otro lado, muy diversos factores explican que los hechos delictivos salgan a la luz mucho después de su producción. Así, el miedo a denunciar a los poderosos, sobre todo si gobiernan; la cobertura que dan las personas beneficiadas de tales manejos o la complejidad de alguna de estas tramas. Y, de modo destacado, la sensación instalada en amplias capas de la sociedad de que algunas personas, instituciones o colectivos que tienen como función controlar, inspeccionar, investigar o denunciar tales prácticas, no lo hacen o lo hacen con un retraso que levanta sospechas e indignación por igual, ya que en esa demora estriba el que tales hechos puedan llegar a prescribir.
En efecto, no interrumpe la prescripción la existencia de una investigación policial ni siquiera «la actuación investigadora del Ministerio Fiscal extramuros del proceso» (STS 672/2006, de 19 de junio y, más recientemente, STS 1294/2011, de 21 de noviembre), por mucha que fuera su duración.
La prescripción, como es sabido, funciona en base a un sistema de plazos: a delito más grave, mayor plazo prescriptivo. En concreto, los plazos en que se aplica dependen de la pena del delito, y van de los 20 a los cinco años, salvo los de lesa humanidad, genocidio y otros similares, además del terrorismo cuando se hubiera causado la muerte de una persona, que son imprescriptibles.
La reforma de 2010, además de introducir la imprescriptibilidad para los delitos indicados, subió de tres a cinco años la prescripción para los delitos con pena de menos de cinco años de prisión o inhabilitación inferior a 10 años.
Y aunque la mencionada reforma debe ser acogida favorablemente, proponemos un endurecimiento respecto a aquellos delitos en los que se manejen fondos públicos, ya que están, mayoritariamente, incluidos en el tramo de prescripción más breve.
En efecto, los delitos siguientes, muchos de los cuales se relacionan con el manejo de fondos públicos, tienen una pena de menos de cinco años de prisión o inhabilitación de menos de 10 años: extorsión (art. 243 CP), estafa (art. 248), blanqueo de capitales (art. 298), delito fiscal (art. 305), delito de urbanismo (art. 319), prevaricación administrativa (arts. 404 y 405), cohecho (arts. 420 y 422), tráfico de influencias (arts. 428 a 430), malversación (de los arts .433 y 434), exacciones y fraudes ilegales (art. 436), negociaciones prohibidas a los funcionarios (art. 439) y prevaricación judicial imprudente (art. 447).
Además, es preciso tener en cuenta que, como dice el artículo 131.5 del Código Penal, en el supuesto de concurso de delitos el plazo de prescripción aplicable no será el que derive de la suma de las penas de tales delitos, sino «el que corresponda al delito más grave». Quiere ello decir que en los casos de corrupción político-administrativa, por muchos delitos que se imputen -y empieza a haber casos que agotan el elenco enumerado- la prescripción estaría en los cinco años.
A la vista de tal panorama, ¿por qué no doblar el plazo de prescripción del delito cuando en los hechos se detecte el manejo de fondos públicos, ya de modo directo o indirecto? Con esa solución, se elevaría a 10 años la prescripción de la corrupción que venimos padeciendo y se evitaría mucha impunidad.
No se nos oculta que esta reforma, de introducirse, llegará ya tarde pues por el principio constitucional de irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos (art.9.3 CE) no sería aplicable a la corrupción de los últimos años. Pero nos blindaríamos para el futuro, y a la ciudadanía se le ofrecería un nuevo y poderoso motivo para recuperar la confianza en sus instituciones, y en particular para dar al sistema judicial más tiempo para depurar los posibles hechos delictivos relacionados con la corrupción.
Un sistema que con demasiada frecuencia produce tales resultados es un sistema que corre el peligro de su deslegitimación y da pie a su rechazo social porque la democracia no consiste sólo en un entramado de poderes, instituciones y normas declarativas de derechos, sino en que tan solemnes pronunciamientos funcionen de modo efectivo, haciendo realidad los valores libertad, justicia, igualdad y pluralismo político que recoge el artículo 1.1 de nuestra Constitución.
De ahí que resulte enteramente justificado dar un tratamiento más exigente a aquellas conductas delictivas que, por tener señaladas penas no muy elevadas, prescriben en un tiempo relativamente corto, a pesar de su impacto social al ser protagonizadas por personajes públicos, con poder e influencias notables.
Por eso hay que extremar la precaución en relación con las causas penales en las que se investigan hechos criminales relacionados con las finanzas, los contratos administrativos o las decisiones de la autoridad en la que aparecen muchas personas implicadas y sólo mucho tiempo después -como la experiencia avala- se pone el foco en un personaje influyente o autoridad.
En una legislatura que se anuncia intensamente reformista, nos parece digno de consideración plantearse, pues, la reforma de esta institución que desde luego no nació ni debe ser usada como medio de impunidad, en particular de los escándalos de corrupción protagonizados por los más poderosos.
Una democracia sin justicia no es tal. Por ello se necesita dotarla de medios e instrumentos legales adecuados, para ayudar a que su ya de por sí difícil trabajo sea lo más eficiente posible.
Esperemos que las reformas del Código Penal y la futura Ley de Enjuiciamiento Criminal sean capaces de conjugar el alumbramiento de un proceso penal más ágil y afinar instituciones como la prescripción, que no deben servir para fines espurios.
Eduardo de Urbano Castrillo es magistrado del Gabinete Técnico del Tribunal Supremo.